Sunday, April 10, 2005

Revolviendo el desván.

Mi espalda, un colador de puñaladas que me asestó la noche, con su vino caliente, su cerveza fría y la maldición de un fijo punto en mi cabeza del que mis ojos no pueden salir.
Te recorro, ciudad, y de tus baldosas y asfalto me voy llevando pequeños estribillos que se repiten constantemente en mi memoria y me atacan con furia, veloces como un croupier, y arañan mis sentidos, atorándome en mi propio movimiento.
Los segundos que se hacen minutos que se hacen horas, abren de a poco un baul cubierto de polvo y lleno de pequeñas enormes tristezas, pensamientos como fosas, preguntas invencibles, etc.
La noche, que ya se hizo gigante y despiadada, me da una biaba de película. Se reconforta con mi descenso lento pero desgarrador, y esboza una leve sonrisa sardónica. Ya no me toca, sólo deja que la secuencia se mueva por inercia, como una bola barranca abajo.
Y, claro que sí, termino en lo más profundo del precipicio, con mi cara llena de charcos, y mi piel que es carne al viento.
Sopló fuerte este huracán.

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